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Rebeca, ahora

Rebeca se desveló antes del alba.
En los dos últimos años no había necesitado ningún tipo de alarma para despertarse. Pero nunca se levantaba, sino que permanecía tumbada boca arriba durante horas para que su mente vagara con total libertad por los recuerdos de una vida pasada completamente diferente a la actual. Esos recuerdos solían atormentarla cuando afluían; sin embargo, ese día le regalaron unos instantes de sosiego como hacía mucho tiempo que no sentía.
Ese día era especial, muy especial.
Y esos minutos, ahí tumbada en la cama, no volverían a repetirse nunca más.
Se incorporó de la cama con un esfuerzo menor al de otros días.

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Se sentó en el borde y se palpó los muslos. Los notó delgados, flácidos, débiles y cubiertos de vello. Pero, mientras se los masajeaba, no pensó en las espléndidas piernas que lucía quince años atrás, esas que mostraban una musculatura muy definida, conseguida a base de montar en bicicleta, correr y nadar kilómetros en una piscina. Esas piernas ya no le pertenecían. Las de ahora eran asimétricas: la derecha, más corta, inclinada hacia delante y salpicada de cicatrices desde el tobillo hasta la cadera; y la izquierda, torcida, con cicatrices en el pie, sin los dedos cuarto y quinto y con la punta girada hacia dentro.
Tras varios minutos de friegas, se quitó el camisón, tirando de él para sacárselo de entre los glúteos y el colchón. Luego, se levantó y suspiró profundamente. El pulmón derecho, el sano, inspiraba aire sin problemas, pero el derecho, el no sano, sufría con las primeras bocanadas profundas del día.
Con suavidad adelantó el pie derecho. La prótesis de la cadera y los clavos de la pierna le dieron los buenos días al rozar la carne que los recubría. Ese saludo, al poco rato, desaparecía o, más bien, su cuerpo lo ignoraba al elevar el umbral de dolor. Luego, adelantó la pierna izquierda y un agudo pinchazo le recorrió desde los dedos ausentes del pie hasta la rodilla. Esos pinchazos, en cambio, la acompañarían durante todo el día hasta que cayera dormida en la cama por la noche.
Se olvidó de sus dolencias y se vistió: bragas amplias, calcetines negros, pantalón ancho, zapatos marrones ajustables con velcro, camiseta granate y jersey beis de cremallera. Le costó bastante esfuerzo, ya que el pulmón dañado, la clavícula fracturada y el derrame de la ceja izquierda se empeñaban en impedir, como todas las mañanas, que la mujer se vistiera sin punzadas, calambres y ansiedad.
Muchos días regresaba a la cama justo después de vestirse, para recabar las fuerzas necesarias para afrontar una jornada que no le deparaba nada más que sufrimiento, vacío y muchas horas delante de un televisor.
Sin embargo, ese día iba a ser especial.
Mucho.
Porque tenía un plan.
Lo había estado meditando durante meses y se había informado sobre nombres, direcciones, barrios, recorridos, costumbres, paradas, horarios, relaciones y hábitos. Conocía todos los detalles que debía conocer. Le había costado mucho esfuerzo obtenerlos, casi tanto como sobrevivir desde el alba hasta la puesta del sol.
Por eso era especial ese día, porque ya estaba preparada.
Sin embargo, se había pasado muchos años sin un objetivo claro. Se limitaba a levantarse de la cama y a ver la televisión, horas y horas, como un vegetal, sin que los programas la despertaran de su abotargamiento, sin que penetraran en su cerebro, sin que le motivaran para nada, sin prestarles ninguna atención, sin sentir emociones. Simplemente, esa mujer miraba las imágenes y oía la cháchara incesante que emitía el aparato.
Pero un día hacía ya dos años, tirada en su ajado sofá, todo cambió.
Su vida cambió.
Navegando por los canales de televisión, se detuvo en un capítulo de una serie. Una retahíla de personajes hablaba de tramas palaciegas en un mundo de señores feudales devastado por las guerras, en el que seres fantásticos, fantasmagóricos y dragones masacraban a los habitantes de los poblados. Los personajes luchaban, vencían, perdían y morían. Pero nada de eso había logrado atravesar esa densa y férrea neblina que rodeaba el cerebro de la mujer, hasta ese día en el que todo cambió. Ese día vio en el televisor a una muchacha que manejaba con suma habilidad una espada corta y estrecha a la que llamaba «aguja». Pero lo que despabiló a Rebeca fue cuando, con ojos tristes, rostro severo y expresión amenazadora, la muchacha nombraba uno tras otro a todos aquellos que habían participado directa o indirectamente en una terrible tragedia: el asesinato de su familia.
La muchacha se llamaba Arya Stark y repetía sin cesar la lista de su venganza: «el Perro, Cersei Lannister, Joffrey Baratheon, Ilyn Payne, Meryn Trant, Polliver, la Montaña, Rorge, Walder Frey, Tywin Lannister, Melisandre, Beric Dondarrion, Thoros of Myr». A medida que pronunciaba sus nombres, su actitud amenazadora se incrementaba hasta formar un rostro esculpido en piedra, un rostro que prometía venganza por la muerte de su familia
Rebeca, en ese instante, viendo ficción por un televisor, regresó a la triste realidad de su existencia. Una mente nueva, aunque diferente a la de su juventud, se había adueñado de su cuerpo.
Y, en efecto, su vida cambió.
Ella, Rebeca, al igual que Arya, compuso su propia lista: «Dionisio, Gustavo, Norberto, Eva, Cayetana, Patricia, Íñigo».
Esa lista la despertó de su letargo.
Y, desde entonces y hasta la noche anterior, había utilizado su cerebro recién nacido para urdir un plan. Ahora solo faltaba ejecutarlo.
Ese día, desde luego, iba a ser muy especial.

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