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Día 43

Viernes, 6 de enero del 2017

Capítulo 5

Artefactos

Instituto, 15:00 h

Las vacaciones navideñas habían finalizado.

Según salían de clase, algunos alumnos se quedaban en el patio a charlar o a esperar a sus compañeros. Diana, esa tarde, se marchaba sola a su casa porque su hermana había quedado con unas amigas.

El poder de Diana provenía de su cerebro. Podía verlo todo en secuencias de múltiples números y colores. Ya no le costaba ningún esfuerzo ver los objetos de esa manera ni tampoco le proporcionaba ningún aliciente. En cambio, las personas se mostraban con una enorme variedad, y más cuando se movían. Esto le costaba mucho, incluso le provocaba dolor de cabeza después de un par de minutos, pero había aprendido a activar y desactivar su poder a voluntad, como si pulsara un interruptor.

A Diana le complacía analizar a las personas. Con bastante práctica, había conseguido descubrir, por ejemplo, cuándo mentían, porque el color rojo se extendía por el lóbulo frontal y el lóbulo temporal a la misma vez que los números se empequeñecían y cambiaban constantemente como en una máquina tragaperras. Ese funcionamiento significaba que algo estaba fuera de lo habitual.

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Era un poder inmenso, aunque no fuera tan espectacular como la superfuerza de Fran, el control del agua de Celeste o el control del aire de Mario, porque Diana podía anticiparse a los problemas al ver la realidad bajo una perspectiva diferente. Era tan inmenso que, por ejemplo, había detectado una zona de color granate en el corazón de su profesora de Biología. Pero no le había dicho nada; Diana no podía dedicarse a avisar a todo el mundo de sus problemas de salud.

Ya en la calle, unos metros retirada de la puerta del instituto, activó su poder. Allí había menos gente, algo que facilitaba su concentración para analizar a una persona. En el patio, con tanto bullicio y tanto movimiento, ni siquiera lo intentaba, pero ahí fuera practicaba la visión selectiva, una técnica excelente para mitigar su dolor de cabeza y retrasar su aparición.

Primero, se fijó en un niño de unos tres años.

Luego, se fijó en la mujer que agarraba al niño de la mano.

Todo normal, se sentía satisfecha por su capacidad de selección.

Y luego, se fijó en un muchacho de su edad que, apoyado en una farola, manipulaba su móvil. Quizá fuera un alumno nuevo, porque jamás lo había visto por el instituto; sin embargo, sí vio algo diferente. Los números y los colores de su cuerpo eran los habituales en personas sanas, aunque tenía dos zonas grisáceas de unos cuatro centímetros cuadrados.

Una estaba en el tórax, y la otra, en el brazo izquierdo.

Diana se detuvo y sacó su móvil. Con la cabeza agachada y de medio lado, le echó un vistazo al joven, concentrándose en eliminar las capas de ropa y tejidos blandos que le impedían visualizar mejor esas dos zonas. El color gris se tornó entonces negro, sin que los números cambiaran, salvo en el medio.

Esos no eran órganos ni huesos ni nada natural.

Eran dos artefactos.

Ese muchacho tenía dos objetos en su cuerpo. El del tórax estaba adherido a una costilla y podía ser un marcapasos. El del brazo estaba pegado al húmero y tenía un tamaño mayor y un tono más oscuro. Diana no imaginaba un motivo razonable para que una persona tuviera un implante pegado al húmero.

Se extrañó mucho.

Se extrañó tanto como para llamar por teléfono a Fran, el cual estaba seguramente todavía por el patio del instituto.

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