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Día 36

Viernes, 30 de diciembre del 2016

Capítulo 12

Revelaciones

Casa de Julia, viernes, 10:00 h

Julia, desde la puerta de la calle, despidió con la mano levantada al vehículo en el que iban Ángel, Fran y Mario en busca de las chicas para realizar su primera misión.

Antes de cerrar la puerta, sonó su teléfono móvil. A consultar el número, suspiró; no procedía de la comisaría, así que, al menos, el trabajo no le estropearía su día libre. Todavía tenía algunas compras por hacer para preparar la cena de Fin de Año.

–Diga.

Y colgaron sin contestar.

Una reacción instintiva, motivada principalmente por sus hábitos policiales, la condujo hasta la ventana de la cocina. Un coche grande de color negro acababa de detenerse en la entrada. Se abrieron dos puertas simultáneamente. De la del conductor se apeó un hombre fornido y rapado, y de la puerta tras el conductor, se bajó una mujer que vestía un traje sencillo de chaqueta y pantalón. El conductor se acercó a la otra puerta de atrás y la abrió. Un hombre de unos sesenta años salió con dificultad, apoyado en un bastón y con la ayuda del conductor. Los tres cruzaron unas palabras. El conductor se metió en el coche y las otras dos personas se encaminaron a la puerta.

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Julia la abrió antes de que tocaran el timbre.

–¿Quiénes son ustedes?

–Este es mi padre, el profesor Truman. Y yo soy Sif.

–La doctora Sif –dijo el profesor–. Y usted es Julia, inspectora de policía.

–Sí, pero no estoy de servicio. Les sugiero que vayan a la comisaría.

–No queremos denunciar ningún delito –dijo Sif.

–¿Y qué quieren?

–Hablar con usted.

–¿De qué?

–De su hijo.

–Acaba de irse –dijo Julia, mirando hacia la carretera por si veía el coche en el que viajaban los muchachos–. ¿Le ha pasado algo?

–No lo creo. Nos gustaría hablar de Fran y también de Mario, de Diana y de Celeste.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Julia. Las precauciones por mantener en secreto las habilidades de los muchachos no habían servido de mucho, puesto que allí, en la puerta de su casa, dos desconocidos conocían, al menos, sus hombres.

–¿Han sido ustedes los que me han llamado al móvil hace un rato?

–Sí –dijo Sif.

–Este teléfono no es público.

–Lo sabemos.

–Entonces, ¿son ustedes policías o agentes del gobierno? –preguntó Julia–. ¿De algún gobierno? ¿O de alguna otra organización?

–No, señora –dijo Sif–, somos personas normales sin ninguna afiliación. Personas que pasaron por lo mismo que usted, que su hijo y que los otros chicos.

En efecto, conocían bastante más que unos nombres. Despachar a esos visitantes sin contemplaciones impediría a Julia recabar información nueva, y quizá importante, sobre su hijo. Además, despedirlos no solucionaba ningún problema, sino que únicamente lo posponía.

–¿Quién es el conductor?

–Un empleado, se llama Clay –dijo Sif–. Es una persona de extrema confianza.

–¿Cuánto lleva trabajando para ustedes?

–Diez años, pero lo conocemos de más tiempo. Yo era muy pequeña, casi ni me acuerdo.

–¿Quién más sabe que están ustedes aquí? –preguntó Julia.

–Solo nosotros.

–¿Quién más conoce los motivos por los que están ustedes aquí?

–Nosotros.

–¿Y su empleado?

–Clay es más que un empleado –dijo Sif–. Le hemos pedido que se quede fuera para que usted no se sienta intimidada. Es un tipo grande y de aspecto siniestro, pero es un hombre muy inteligente.

–¿Quién más sabe algo de todo esto?

–Hay otras personas, claro, pero de eso hablaremos más adelante. No tenga prisa, es una historia muy larga. Invítenos a entrar, por favor, y se la contaremos.

–Muéstrenme alguna identificación.

Los visitantes le enseñaron a Julia unos carnés. Si no eran legales, el falsificador había elaborado unos documentos excelentes. En ellos estaban escritos los nombres con los que se habían presentado. Julia estuvo a punto de llamar a la comisaría para obtener más información, pero entonces en la comisaría quedarían registrados esos nombres, algo demasiado imprudente en ese momento.

–Pasen.

Julia se apartó a un lado y padre e hija entraron al recibidor. Tras cerrar la puerta, los condujo al salón, siempre por detrás. Ellos se sentaron en un tresillo, y Julia, en un butacón.

–Sabemos que usted es policía –empezó Sif– y que, suponemos, no se fía de nadie.

–Hace bien –dijo Truman.

–No le vamos a pedir que confíe en nosotros. Ya cambiará de opinión cuando nos conozca mejor. Pero sí le pediremos algo.

–¿El qué?

–No luche.

–¿Contra quién?

–Contra sí misma. Vamos a contarle cosas difíciles de creer. Y más para un policía. Usted está acostumbrada a trabajar con pruebas forenses, con cronogramas, con los pies en la tierra y...

–Sí, en la tierra –dijo Truman.

–... y lo que va a oír aquí –continuó Sif– va a derribar los límites que se haya montado en su cerebro sobre muchos temas. Está confusa y preocupada, no sabe cómo ayudar a su hijo, pero esto cambiará. En definitiva, no luche, acepte lo que le digamos y se sentirá mejor.

...

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