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Día 7

Capítulo 25

Ohio, alrededores del río Ohio, 16 de abril de 1775, 08:15 h.

Nathaniel, Ned y Clifford cruzaron a la orilla este del río Ohio.

Aparte de su equipamiento, llevaban diez caballos, cuatro mosquetes, seis pistolas, una caja de cincuenta balas, un saco de pólvora y seis cuchillos. Todo eso no resultaría suficiente para armar a muchos shawnee, pero sí lo bastante para ponerlos de su lado contra su enemigo común. Los seneca los estaban expulsando de su territorio, al igual que a los miami, y esas armas y la ayuda de esos hombres blancos les ayudarían a resistir a los invasores.

En cuanto vadearon el río, se internaron en el bosque y se dirigieron hacia el sur. Siguiendo el cauce y a cubierto entre la arboleda, avanzarían sin ser vistos, pero ellos sí verían los movimientos de los seneca si se acercaban a la orilla por la otra ribera del río.

Unos cientos de metros después, se detuvieron. Nathaniel les explicó las condiciones de la exploración: él iría por delante; ellos, a un kilómetro por detrás con todo el equipo y los caballos; mantendrían una velocidad constante; Ned y Clifford jamás irían a su encuentro; él sería el que se reuniera con ellos; marcharían durante todo el día; descansarían al anochecer; y, si Nathaniel hacía sonar su cuerno dos veces, Ned y Clifford regresarían a todo galope al campamento.

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Y así actuaron durante toda la mañana.

Al mediodía, con el sol en lo más alto, Ned y Clifford vieron acercarse a Nathaniel. Escondieron las armas en el bosque, abrevaron a los caballos en el río, prepararon café y comida, comieron y descansaron.

No vieron a ningún seneca al otro lado del Ohio. Pero no necesitaban verlos para saber que estaban por allí. Al acecho, esperando una oportunidad para arrebatarles la vida, los caballos y las armas.

Al poco rato se pusieron en marcha.

Continuaron durante varias horas hasta que el sol se escondió tras las copas de los árboles de las colinas del oeste. Nathaniel se reunió con sus amigos y encendió una pequeña hoguera en el interior del bosque.

–No parece prudente encender un fuego –dijo Clifford.

–Esperamos visita –aclaró Nathaniel–. Quiero que nos vean, que piensen que no los tememos y que no suponemos una amenaza para ellos.

–Hablas de los shawnee –dijo Ned.

–He visto un pequeño grupo a dos kilómetros de aquí. Y ellos también me han visto. Este fuego les está invitando a venir.

–¿Vendrán? –preguntó Clifford.

–Sí. Estamos en su territorio, en su casa.

Clifford, instintivamente, tocó las dos pistolas de su cinto. Nathaniel, al verlo, dijo:

–Necesitamos aliados, no enemigos. No toquemos las armas, ni siquiera las miremos. Y no habléis en ningún momento; dejadme a mí.

–De acuerdo.

Siguieron comiendo y bebiendo en completo silencio, pero muy atentos a los sonidos de la noche.

–Nat –llamó Ned.

–Dime.

–Conoces bien esta zona, ¿verdad?

–Sí, viví en estos bosques durante algunos años.

–¿Con los shawnee? –preguntó Clifford.

–Sí –dijo Nat, y apuntó con su mano derecha hacia el suroeste–. Cerca de aquí, construimos un poblado. Allí nacieron mis hijos…, mis hijos shawnee.

En esas tierras, lo normal era que todo el mundo hubiera perdido a algún ser querido. En el caso de Nathaniel, había perdido a sus padres, a su esposa y a sus dos hijos biológicos. Ned interrumpió los pensamientos de su amigo.

–Me hubiera gustado conocer a tu esposa shawnee.

–A ella también le hubierais gustado.

–Debió de ser una gran mujer –dijo Clifford.

Nathaniel clavó los ojos en las llamas chisporroteantes de la hoguera durante unos segundos. Luego levantó la cabeza y, aunque no quiso, no pudo evitar mostrar una sonrisa.

–Sí, Ned, sí que lo era. La mejor mujer que he conocido.

Después de esa confesión, continuaron en silencio. Se acabaron la comida y el café, pero no se movieron de sus sitios.

Una solitaria nube cubrió la media luna, y la oscuridad se extendió por la zona. Justo en ese momento, Nathaniel, con movimientos pausados, se incorporó:

–No os levantéis. Ya están aquí.

Caminó unos metros en dirección al sonido que él, y solo él, había escuchado. Habló en voz alta en una lengua desconocida para Ned y Clifford, en sawanogi.

–«Mi nombre es Nathaniel Tanner. Mi esposa se llamaba Hotehimini. Hotehimini era la hija del guerrero Tecumtalk del clan Pe-sa-wä (caballo). Yo soy un shawnee, un guerrero. Traigo armas y caballos para luchar contra los seneca. Son nuestros enemigos. Decídselo así a vuestros jefes. Y decidles también que aquí los espero».

Cuando el viento se llevó esa nube, la luz de la luna llenó el terreno con las sombras de las ramas de los árboles. Allí, a diez metros de pie, se encontraban dos hombres, ataviados con los objetos propios de los guerreros shawnee.

Los indios observaron a ese gigantón que mostraba las manos en señal de paz. Luego se dieron la vuelta y desaparecieron entre la espesura de las sombras.

Nathaniel, tras aguardar unos minutos sin moverse, regresó a su asiento en el suelo.

–Tardarán unas horas. Yo haré la primera guardia. Descansad un poco.

Y apagaron la hoguera.

Ned y Clifford buscaron una cómoda posición sobre el suelo. Se arroparon con una manta y cerraron los ojos. Dormir en esas condiciones no resultaría fácil; sin embargo, el cansancio y la seguridad de que Nathaniel velaba por ellos provocaron que se durmieran en pocos minutos.

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