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Tarde

Rafa aparcó su coche bastante lejos y en un mal sitio. No había ningún hueco en las proximidades de ese colegio que bullía de peatones y de coches, que circulaban de un lado a otro o que estaban parados en doble fila.

Las medidas de seguridad del colegio rivalizaban con las de una pequeña prisión de mínima seguridad: el sólido enrejado del perímetro, las cámaras de videovigilancia instaladas en postes y los guardas le conferían un aspecto asfixiante. Sin embargo, parecían estar diseñadas para impedir la entrada, no la salida. A ambos lados de la puerta, cuatro guardas de seguridad franqueaban el paso a la tromba de chavales que, nada más traspasarla, recibían el cariñoso recibimiento de sus familiares.

Rafa, al otro lado de la carretera, permanecía de pie y pegado a la pared, como si su enorme corpachón pudiera mimetizarse entre los ladrillos de la fachada.

Los guardas barrían la calle con los ojos. Uno de ellos agarró un teléfono móvil y habló durante unos pocos segundos. Luego reunió a sus tres compañeros y, tras cruzar unas palabras, miraron al unísono en dirección a Rafa.

Lo habían descubierto.

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Los guardas se posicionaron en exterior del colegio, frente a la puerta, y aguardaron en disimulada tensión. Uno de ellos, el más veterano, recordaba perfectamente lo sucedido cuatro meses atrás en la última visita de Rafa. Él fue el único que se libró de ir al hospital, ya que las sirenas de la policía lograron que Rafa se marchara por su propia voluntad antes de que le pusiera las manos encima.Cuatro minutos después, los guardas entraron al recinto y cerraron las puertas. Ya habían abandonado el colegio todos los chavales.

Bueno, todos no: faltaba por salir una chica de siete años.

La calle estaba desierta.

Una mujer apareció en la puerta del edificio y, a pesar de su avanzada edad, caminó enérgicamente hasta el enrejado. Levantó el brazo hacia Rafa para que se aproximara. Él salió de su escondite, cruzó la carretera y se plantó frente a la mujer con la verja entre ambos.

−No puede estar aquí −dijo la mujer.

Los vigilantes, a modo de guardia pretoriana, se colocaron en línea a un metro por detrás de la mujer.

−No puede estar aquí. Tiene una orden de alejamiento, ¿lo recuerda? He llamado a la policía. Será mejor que se vaya.

−Quiero ver a mi hija.

−No puede verla. Váyase, por favor. Ella sabe que usted está aquí. No le haga sufrir más.

−Quiero verla.

−No le haga sufrir más, por favor. Váyase.

Rafa agarró los barrotes de la verja con las dos manos. La mujer retrocedió un paso, y tres guardas, los más asustadizos, dieron un respingo. Esas manos amenazaban con arrancar los barrotes como si fueran bastones de caramelo.

−Solo quiero hablar con ella.

−Pero ella no quiere hablar con usted. Acéptelo. Déjela en paz. Deje que sea feliz.

Rafa se esforzó en recordar algún momento feliz en compañía de su esposa y de su hija.

−Solo quiero hablar con ella.

−No puede.

Pero no encontró ninguno. Rafa soltó los barrotes y dijo:

−Un mensaje.

−¿Quiere que le dé un mensaje a su hija en su nombre?

−Sí.

−No puedo prometérselo.

−Un mensaje.

−Eso dependerá de cuál sea el mensaje. Si no le va a causar ningún trastorno a su hija, se lo daré.

−Dígale…

El débil sonido de unas sirenas interrumpió su frase. Todavía se oían lejos. Disponía de tiempo para terminarla y para largarse de allí antes de que llegara la policía.

−¿Qué quiere que le diga? −preguntó la mujer.

−Adiós.

Y Rafa se largó.

Cuando llegó a su coche, no tuvo que quitar ningún papelito del parabrisas. Curioso, porque estaba sobre la acera en una esquina y molestaba el paso de los vehículos. Se sentó y, mientras se frotaba la ceja maltrecha, leyó su libreta.

«Pintar».

«Seguir con la ronda».

La puta ronda.

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