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Lunes, 22 de diciembre del 2014

Capítulo 18

Los Ángeles, oficina de Alton, 21:00 h

Alton Gibbs estaba jubilado.

Una pensión decente, una casita en propiedad, vicios baratos y aficiones sencillas le permitían disfrutar de una buena vida. Una vida demasiado tranquila en comparación a la que había llevado en su anterior profesión.

Pero se aburría.

Además, un angelino de pura cepa como él creía firmemente en que todavía podía hacer cosas buenas por Los Ángeles. Y, además, él siempre acudía en auxilio de sus amigos.

Por eso se había metido en ese embrollo. Una cadena de peticiones de ayuda de una persona a otra se había desatado hasta llegar hasta él, pero había sido por Frank Scott por lo que había aceptado ese encargo. Frank era amigo suyo, habían trabajado como compañeros durante varios años en el Departamento de Policía de Los Ángeles en multitud de casos.

La compañía del caos_(W).jpg

Y por eso estaban Alton y Golda en el único despacho de esa oficina. Alton lo utilizaba exclusivamente para entrevistarse con las personas que requerían su ayuda. Allí no guardaba ningún dato, ni siquiera en ese viejo ordenador que solo le ofrecía acceso a internet. El mobiliario parco, muy parco: dos sillas, una mesa, un sofá y un perchero. No guardaba datos, pero en realidad no era un despacho. No tenía nada más que cuatro sillas y una mesa. Ese espacio servía exclusivamente como lugar para charlas en completa intimidad.

Y allí estaban Alton Gibbs y Golda Rothschild.

–Este es el informe preliminar –dijo Alton, y deslizó una carpeta sobre la mesa.

La mujer la abrió y realizó una lectura en diagonal de los ocho folios, tal y como acostumbraban a hacer los directores de las grandes compañías. Dijo:

–Resúmamelo.

–Los datos están actualizados a las siete de la tarde de hoy, pero seguramente mañana cambiará alguno.

–Da igual, prosiga.

–Los resultados se basan en los perfiles sicológicos que me entregó usted y en mis propias investigaciones de los últimos ocho días.

–Ya lo sé, desde el lunes pasado, cuando contraté sus servicios.

–Así es –dijo Alton–. El informe contiene una lista con cincuenta y siete personas que desempeñan su actividad en el edificio principal, y que he catalogado como de alto riesgo. De los cincuenta y siete, hay treinta y dos que gozan de algún tipo de protección laboral contra despidos improcedentes: dos sindicalistas, ocho individuos con algún grado de minusvalía y veintidós con reducción de jornada según la legislación vigente. De esos treinta y dos, doce han solicitado la baja por enfermedad y dos han fallecido. Los veinticuatro restantes de alto riesgo y sin ningún tipo de protección continúan trabajando con normalidad: ni bajas médicas ni defunciones.

La mujer revisó la primera página del documento.

–Excelente informe.

–No necesitaba mis servicios para que usted hubiera averiguado esas cifras. Se las podía haber pedido directamente a Recursos Humanos.

–¿Le molesta que le haya contratado?

–En absoluto, me decido a esto. Y cobro por ello.

–Cobra mucho –dijo la mujer–. Sin embargo –y ojeó los siguientes folios–, no veo ninguna propuesta de acciones a adoptar.

En las otras dos ocasiones que había hablado con ella, Alton ya había advertido que el trato con esa mujer no iba a resultar nada fácil. Debía creer que él era un empleado más de su empresa, un esclavo más.

–No me corresponde a mí orientarla sobre el uso que usted realice con esa información.

–Deme su opinión.

–No debo.

–Le pago demasiado como para no recibir su opinión a cambio.

Su cargo de directora Financiera ofrecía a esa mujer una potestad casi ilimitada dentro de la compañía. En cambio, fuera de ella, por ejemplo, en la oficina de Alton, su poder se limitaba a extender un cheque por el importe de sus servicios. Y el ámbito de esos servicios los decidía él, no ella.

–No se trata de dinero, sino de obligaciones –dijo Alton–. Y proponer acciones no se incluyen entre mis obligaciones.

No podía haberlo aclarado mejor.

Ella pareció entenderlo, puesto que cambió de tema.

–No me ha presentado ningún informe sobre el otro asunto.

–No lo hay.

–¿Por qué?

–Porque no he conseguido ninguna prueba.

–¿Y por qué?

Y dale.

–Ya le advertí que la investigación de ese asunto no conduciría a ningún resultado. ¿Lo recuerda?

Ella, por respuesta, descruzó las piernas y volvió a cruzarlas hacia el otro lado con mayor agilidad de lo que su edad podía hacer pensar.

–Yo se lo recordaré –dijo Alton–. Me planteó un marco de actuación tan limitado que haría imposible descubrir nada: sin seguimientos fuera del edificio, sin interrogatorios directos a los sujetos, sin revelar mi identidad y actuando con una tapadera que no me permite acceso a casi nadie ni tiempo para procurármelo.

–Pues procúreselo.

La mayoría de sus clientes pensaban que un buen fajo de billetes obraba milagros, y jamás consideraba que la suma de pequeños detalles ayudaba mucho a que se produjeran esos milagros. Esta mujer no se distinguía en nada de uno de sus habituales clientes de los bajos fondos de Los Ángeles. Aunque parecía espabilada, le iba a tener que explicar alguno de esos detalles.

–¿Conoce usted el significado de incógnito?

–Sí.

–Es la clave del éxito de mi trabajo –continuó Alton como si hubiera recibido un no por respuesta–. Además, usted me ha infiltrado en SW&SW en contra de mis consejos. Ambas características, la de incógnito y la de infiltrado, son muy difíciles de mantener durante mucho tiempo. Un comportamiento sospechoso por mi parte puede desenmascararme, y eso supondría el fin de la investigación, no de mi participación en ella, sino el fin de la investigación tal y como usted la ha planteado. Por ello debo actuar con mucho cuidado, para no levantar sospechas, aunque me deje muy poco margen en mis movimientos. Comer con los empleados, convivir con ellos e implicarme en las tareas que me han asignado: eso hago la mayor parte de mi tiempo. ¿Lo entiende, verdad?

–Lo entiendo, pero la discreción es lo más importante.

–¿Por qué?

–Eso no le incumbe.

–Yo decido lo que me incumbe o no cuando un cliente contrata mis servicios.

–En este caso, no –repuso Golda–. Eso ya lo acordamos así con anterioridad a su contratación. Y usted aceptó esta condición. ¿Acaso ha cambiado de opinión?

–No, pero facilitaría mucho mi trabajo.

–Confío en sus aptitudes. Por eso le contraté, por la excelente reputación que goza en esta ciudad.

Ya, claro, excelente reputación. Una palmadita en la espalda para manipularlo hacia sus intereses.

–Mi reputación. ¿Y qué sabe usted sobre mi reputación?

–Lo suficiente para que yo le haya contratado.

–¿Cómo consiguió mi nombre? Yo no me anuncio en ningún sitio. ¿Quién le habló de mí?

Alton lo sabía perfectamente, pero quería que ella se explicara, a ver si coincidían ambas historias.

– Lech Miloszv.

–No sabía quién era Lech antes de entrar en SW&SW.

–Ni él a usted ni falta que hace –repuso Golda–. Lech nació en Los Ángeles, conoce la ciudad como la palma de su mano. Él me dio su nombre. Las gestiones intermedias que él hiciera me importan un bledo.

–Pero usted sabe algo sobre mi reputación y sobre mi pasado.

–Nada de nada. Ni me importa. Lo que necesitamos ahora es absoluta discreción.

–¿Quiénes la necesitan?

–SW&SW.

–Me refiero a personas, no a empresas.

–Yo le contraté a usted en nombre de SW&SW –dijo Golda, con un tono bastante autoritario–, y usted no necesita saber si hay alguien más al corriente de este tema.

–Quizá sí lo necesite.

–Ahora no le entiendo.

–Se lo aclararé con un ejemplo –dijo Alton–. Imaginemos que sufre usted, llamémoslo un accidente. Uno que la obligara a, llamémoslo, desaparecer. ¿Qué debería hacer yo entonces? ¿Seguir con la investigación?

–Por supuesto.

–¿Y a quién informaría en su ausencia?

Este cliente, este encargo, esta empresa y sus actuales circunstancias le olían muy mal. En todos sus años de investigador, jamás había trabajado en un caso tan ridículamente confuso y cogido con alfileres de astillas de madera. Un poco de información adicional le ayudaría a encajar algunas piezas.

–Ese caso es poco probable –dijo Golda–, el que yo falte.

–Lo es. No obstante, ¿y si se diera?

Golda Rothschild lanzó un soplido de resignación. Luego extrajo una libreta y un bolígrafo de su bolso, escribió unas letras, arrancó la hoja de papel y la dejó sobre la mesa.

–En ese caso envíe los informes a esta dirección de correo electrónico. Alguien se encargará de darle instrucciones en mi ausencia.

Alton cogió el pedazo de papel, lo leyó y se lo guardó en la cartera.

Había conseguido algo de información, aunque a todas luces insuficiente. Volvió a la carga con un asunto que consideraba inconcluso.

–Mis investigaciones darían mejores resultados si me permitiera hacer seguimientos a los tres sujetos –dijo Alton–. Para eso necesitaría más personal, pero debe saber que el coste aumentaría bastante.

–No se trata de dinero –le devolvió ella el mismo argumento–, sino de discreción. Nadie debe conocer su presencia en la empresa ni el objeto de sus investigaciones.

Esa mujer le había encargado un trabajo muy sencillo en unas condiciones absurdas: hacer una tortilla sin huevos.

–Pues así no conseguiré nada.

–Esfuércese más.

–No veo cómo.

Golda Rothschild, directora Financiera y máxima responsable de los números de la empresa, formó la misma mueca que ponía cuando lograba ajustar la contabilidad con guarismos de imposible cuadratura.

–Yo sí lo veo: duplico el precio por sus servicios.

Un argumento tan convincente como para disipar las reticencias de cualquier persona con deudas y facturas por pagar. Pero no era esa la situación de Alton. A él, todo este asunto le olía tan raro que no descansaría hasta limpiar toda esa mierda de sus fosas nasales. Por eso dijo:

–Lo intentaré.

–Bien –dijo Golda, satisfecha por su victoria–. Antes me ha asegurado que no tiene pruebas, pero algo ha debido averiguar. Explíqueme lo que sepa.

–Debe saber que tan solo se trata de rumores y de apreciaciones personales mías y de otras personas.

–No importa, siga.

–No debo…

–Señor Gibbs –interrumpió Golda–, considere que nuestro nuevo acuerdo económico es efectivo a partir de ahora mismo.

Dinero a cambio de servidumbre, aunque para Alton ya se trataba de algo personal después de haber vivido unos días en SW&SW en compañía de un buen puñado de muchachos.

–Empiece por Ingvar –ordenó Golda.

–Ingvar Lundgren podría tener una relación con Graeme Mackenzie. Y Graeme, con Kenneth Munro.

–Siga con Sophie.

–Sophie Fressange podría tener una relación con Demócrito Dimas.

–Siga con Lamia.

–No tengo nada sobre Lamia.

–¿Seguro?

–Seguro.

–Cuando dice una relación, ¿qué quiere decir exactamente?

–Una relación personal ajena a la profesional.

–¿Una relación sentimental?

–Lo único que creo es que esa relación va más lejos de lo profesional.

Realmente, Alton no lo sabía.

–¿Y cómo ha llegado a esas conclusiones? –preguntó Golda.

–Llevo trabajando en este negocio más de veinticinco años. Digamos que he desarrollado una gran capacidad para escuchar entre líneas, para traducir miradas y para identificar comportamientos.

–No parece muy profesional.

–No lo es, son solo suposiciones. Habría que contrastarlas con vigilancias fuera del edificio. Si me permitiera…

–¡Olvide eso ya, demonios!

Curioso: un exabrupto ofensivo por insistir en un tema delicado.

Alton aguardó en silencio.

Y Golda lo rompió:

–Yo sola no puedo decidir eso.

Vaya, vaya, vaya. La insistencia de Alton había desatado un poquitín la lengua de esa directora. Por detrás de este asunto había alguien más que manejaba los hilos de esa marioneta, aunque, por otro lado, tomar a Golda por una marioneta no parecía muy acertado.

–¿Tiene alguna otra cosa que comentarme? –preguntó Golda.

–No.

–Bien, nos veremos el lunes que viene, pero llámeme antes si averigua algo interesante.

–De acuerdo.

Golda se levantó pesadamente y se acercó a la puerta del despacho. Antes de salir, dijo:

–Esfuércese más, señor Gibbs. Es lo menos que puedo exigirle por sus cuantiosos emolumentos.

Otra vez.

Si volvía a ordenárselo otra vez, Alton la contestaría de una forma que quizá le impidiera respirar aire puro en los próximos días.

–Adiós, señora Rothschild.

–Adiós.

Por supuesto, Alton no la acompañó hasta la puerta de su oficina. Después de esa conversación, no tenía ninguna gana de mostrar demasiado respeto por esa mujer ni por su encargo.

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