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Domingo, 8 de septiembre del 2013

Capítulo 49

Residencia Crane, San Francisco, 14:00 h

Cuando Ross entró en la casa de Broderick Crane, no había policías en el vestíbulo. Jeff no había montado un operativo antisecuestro en esa residencia. Ni siquiera había sido invitado a comer. Un empleado acompañó a Ross hasta el porche de la parte trasera de la casa, ese cuyo jardín se fusionaba con Presidio National Park.

Ross no había probado nada desde el café que se había tomado por la mañana con Rolando en Los Ángeles. No tenía apetito. En cambio, Broderick y Donald ya habían terminado de comer. En la mesa solo había dos servicios de café. Nada de licores.

–Siéntese, señor Eastwood –dijo Donald, incorporándose ligeramente sobre la silla.

–¿Qué sabe de mi nieta? –preguntó Broderick.

–Todavía nada –contestó Ross.

–¿Y por qué diablos no la está buscando?

–La policía de Los Ángeles se está encargando de su desaparición.

–Creíamos que se trataba de un secuestro, no de una desaparición –intervino Donald.

–No está claro.

Seguirás viviendo en Los Ángeles_(W).jpg

–¡Cómo que no está claro! –bramó Broderick–. ¡Le he entregado diez millones de dólares para pagar un rescate!

–No está claro –se limitó Ross a repetir.

–¿Y qué coño significa eso?

–Broderick, por favor –cortó Donald un nuevo acceso de ira de su amigo–. Señor Eastwood, ¿está insinuando que Vanessa se ha fugado?

–Es posible.

–¿Y por qué? –preguntó Broderick–. ¿Con quién?

–Eso es lo que está investigando la policía.

–¿Y usted?

–Yo ya no puedo hacer nada.

Broderick golpeó la taza con el dorso de la mano. Salió volando, dejó un reguero de café sobre el impoluto mantel de lino y se estrelló contra una maceta de preciosos geranios de color rojo.

Donald lanzó una mirada reprobatoria a Broderick y se dirigió a Ross.

–Por favor, señor Eastwood, entienda nuestra preocupación, denos algún detalle.

–Pídaselos a la policía de Los Ángeles. El encargado del caso es el detective Lou Vargas.

–¡Ya sabemos quién lleva el caso! –soltó Broderick.

–Broderick, cálmate –dijo Donald.

–¿Dónde está mi dinero? –preguntó Broderick.

Ese financiero cambiaba de preocupación con extraordinaria facilidad.

–Señor Hester –dijo Ross–, ya le avisé del riesgo que corríamos.

–¿Qué significa eso, señor Eastwood?

–Que no tengo el dinero del rescate.

–¿Cómo que no lo tiene? –volvió a bramar Broderick, cuyo enfado iba en aumento.

–Me lo robaron cuando íbamos a hacer el intercambio.

Broderick se aferró a los brazos de la silla y resopló como un búfalo.

–Donald, ya te dije que este tipo no nos ayudaría una mierda. ¡Menudo inútil! Primero abandona a Emily, luego...

–¡Broderick, ya basta!

La paciencia de Donald se estaba acabando.

–Señor Crane –dijo Ross, clavando sus ojos en él–. Y le advertí al señor Hester que eso podía pasar. Y ustedes aceptaron el riesgo. No pude evitar que nos lo robaran.

–¿Nos lo robaran? –se extrañó Donald–. ¿A usted y a alguien más? ¿A quién?

–A un amigo.

–¿Y quién es ese amigo?

Ross contó hasta diez. Luego masculló:

–Uno que está en un hospital. Uno que ha recibido dos balazos por intentar liberar a su nieta. Uno que sigue vivo de puto milagro. Un amigo mío.

Broderick y Donald se miraron de reojo. Había gente que se había jugado la vida por Vanessa.

–No lo sabíamos, señor Eastwood, no lo sabíamos –dijo Donald, sinceramente apesadumbrado–. ¿Y cómo se encuentra su amigo?

–Vivirá.

–Nos alegramos.

Broderick cambió su semblante y escondió la barbilla en su pecho. La percepción que tenía sobre Ross había cambiado. Las desgracias siempre unían, incluso a los desconocidos.

–¿Podemos hacer algo por su amigo?

–No, ya está en buenas manos.

–Si hay algo que podamos hacer...

–Siento que haya perdido su dinero, señor Crane –interrumpió Ross–, pero siento más lo de Vanessa. Hay gente que la está buscando. Y confío en que la recuperen. Sana y salva.

–¡Gente! –dijo Broderick–. ¿Qué gente? ¿Gente distinta de la policía?

Ross no contestó. No había que ofrecer detalles sobre esa gente. Donald cambió de tema.

–Hoy ha hablado usted con Emily.

Este abogado tenía las orejas muy grandes.

–Sí –contestó Ross.

–¿Para qué ha ido a hablar con ella, señor Eastwood?

–Quería aclarar unos puntos.

–Pero usted ya no es su abogado –repuso Donald.

–Clark Dummars autorizó mi visita.

–¿Y de qué han hablado?

Ross se mantuvo en silencio.

–Emily sigue sin querer contarnos nada –dijo Broderick, acariciándose la frente.

–Tiene motivos –dijo Ross.

–¿Usted los conoce? –preguntó Broderick, cauto.

–Sí.

–¿Qué le ha contado esa mentirosa?

Donald se sorprendió ante la reacción de su amigo de toda la vida. Se giró hacia Broderick y le preguntó:

–¿Mentirosa? ¿Por qué llamas mentirosa a Emily?

Se mantuvieron en silencio durante unos segundos.

–Broderick –llamó Donald–, ¿por qué llamas mentirosa a tu hija?

Pero Broderick no contestó.

–¿De verdad quiere que le explique los motivos, señor Crane? –retó Ross–. ¿Aquí, delante del señor Hester?

El tamaño del abuelo pareció disminuir a la mitad.

–¿Broderick? –inquirió Donald.

El abuelo se cubría la cara con sus manos.

–Broderick, ¿de qué está hablando el señor Eastwood?

Donald no lo sabía. Él no sabía que su amigo había violado a su hija a la edad de doce años, ni tampoco sabía que Vanessa había vivido un infierno hasta que, cumplidos los dieciocho, se largó de esa residencia para casarse con un apuesto italiano engominado. Con cualquiera que le sacara de esa casa. Con cualquiera. Pero Donald no lo sabía; había secretos que ni los mejores amigos podían compartir.

–Señor Crane –dijo Ross.

Broderick no se movió.

–¡Señor Crane! –llamó en voz alta.

Broderick se destapó la cara y extendió los brazos sobre los costados.

–Bese el suelo por dónde pisa su hija –dijo Ross–. Béselo.

El rostro de Broderick mostraba una mueca de profundo dolor, un dolor que surgía desde el interior de sus entrañas.

–Si es usted religioso –continuó Ross–, rece todos los días a todos los dioses que conozca por lo que hizo, aunque, téngalo claro, ningún dios le va a perdonar.

El rostro de Donald comenzó a cambiar de color y a crisparse. Estaba intuyendo algo que se negaba a aceptar después de una vida entera de amistad con ese hombre.

–Rece, señor Crane, aunque le va a dar igual –dijo Ross.

La angustia había deformado la cara de Broderick, pero no había conseguido que derramara ninguna lágrima. Los tiburones no sabían llorar. Ross continuó:

–Porque sus plegarias no van a sacarle del infierno.

Ross se levantó de la silla y, según salía del porche, escuchó las palabras de Donald.

–Broderick, cuéntame de qué va todo esto.

–No, ahora no, por favor, ahora no.

–¡Cuéntamelo de una puta vez! ¡Cuéntamelo!

Palabras que no sonaban a las de un comedido abogado ni a las de un hombre de comportamiento indeciso y timorato. Sonaban a las de una persona que presentía la traición de un amigo.

Ross, segundos después, ya no escuchó nada más.

Había abandonado la residencia de los Crane.

Y esperaba no tener que volver nunca más.

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