top of page

Estados Unidos, 1938-1943

Capítulo 57

Pedro Saavedra cambió su nombre por el de Nathaniel Jenkins y se instaló en el noreste del estado de Iowa. Adquirió una casa de campo y una gran extensión de terreno a poca distancia de un pequeño pueblo cuyos habitantes se dedicaban a la agricultura y a la ganadería.

Siempre tenía un cerdo, con cuya sangre se alimentaba. La extraía y almacenaba para que le durara una semana; él no necesitaba más y el cerdo se recuperaba sin problemas. Cuando moría, compraba otro. También viajaba a ciudades más grandes para proveerse de libros, de material para transfusiones y de bolsas de sangre humana. La de los cerdos calmaba su sed, pero los efectos duraban menos y le provocaban una ansiedad que desaparecía a las veinticuatro horas de la transfusión. También compró un tocadiscos y un buen número de discos de jazz y blues, dos géneros musicales muy distintos al de la música clásica que ya conocía.

Pasó varios años allí, solo, en compañía de sus libros, de sus discos y de sus viejas pertenencias, que había repartido por toda la casa. Los muebles, las vitrinas y las paredes mostraban los objetos más preciados que había acumulado durante toda su vida.

Un hombre sin prisas_(W).jpg

Leía historia, arte, literatura, libros de medicina y libros de cocina en los que aprendió fundamentos tales como la conservación, la higiene y la temporalidad de los alimentos, la mezcla de sabores, los puntos de cocción, el protocolo y algunos más.

Escuchaba música. Al principio le gustaba más el jazz, por variado y festivo, pero, a medida que pasaban las semanas, fue decantándose hacia el blues. Ese hombre, Robert Johnson, combinaba el canto, la guitarra y sus composiciones de tal modo que impactaban en el oyente con gran intensidad.

Y también se dedicaba a contemplar las paredes de su casa. Los elementos decorativos la habían convertido casi en una especie de mausoleo. El gorro de granadero francés, los cuchillos españoles, la capa de piel de vaca boliviana, la piel de oso de las Montañas Rocosas, el gramófono de Toshiro, las cerámicas chinas y el peine de marfil le trasladaban a otras vidas en una época muy lejana. Le traían muy gratos recuerdos, sí, pero también le martirizaban sin piedad.

Apenas tenía contacto con sus vecinos, cuyos intentos por relacionarse con él siempre ignoró. Prefería mantenerse al margen del resto de la gente.

Y del resto del mundo

Pero no pudo.

Algunas lecturas le trasladaban a épocas y lugares en los que ya había estado, los objetos no dejaban de recordarle su pasado y Robert Johnson le acuchillaba sin piedad con sus temas. Nathaniel creía firmemente la leyenda que se contaba sobre él porque, para cantar de esa manera, un hombre tenía que haber vendido su alma al diablo.

A principios de 1943, en uno de sus viajes a Chicago, se enteró de la noticia de que Estados Unidos se había implicado en una nueva guerra tras el ataque japonés a la base de Pearl Harbor, en el Pacífico.

Nathaniel ignoró la noticia y regresó a su casa con sus compras.

Y continuó con su existencia.

Solo.

Bueno, solo no.

Había fantasmas que también vivían con él en esa casa.

Su estado mental empezó a deteriorarse.

Y mucho.

Esa soledad tan ansiada le estaba desequilibrando.

Sus seres queridos le hablaban, pero apenas los entendía.

No entendía nada.

Sobre nada.

Sus seres queridos…

Victor y Leopolda, sus padres.

Luc y Tanguy, sus hermanos.

Hugo Cuéllar.

Cristóbal, Constanza, Lautaro y Martín.

Martina, su mujer.

Marcos, su hijo.

Xian Ming.

Jung y Shun.

Toshiro Watanabe.

Laura, su mujer.

Rosa, su hija.

Todos muertos…

Esa nueva guerra enfrentaba a Alemania, Italia y Japón contra casi todo el resto del mundo.

Alemania, el país que había apoyado a los sublevados en la guerra civil española.

Italia, el país que había enviado a los bombarderos a Barcelona bajo el mando de Mussolini.

Adolf Hitler, el responsable de esta guerra.

Benito Mussolini, el asesino de Laura y Rosa.

Dos dictadores: el alemán, el jefe; y el italiano, el títere.

Su habitual entereza mental se resquebrajó.

No quiso luchar por mantenerse cuerdo.

La raza humana había enloquecido otra vez.

Enloquecido.

Nathaniel se veía como un humano y sentía que formaba parte de la raza humana.

Y por eso pensó que él también merecía volverse loco.

Como el resto del mundo.

Y, por supuesto, ese mausoleo le enloqueció.

De dolor, de rabia, de resentimiento, de desesperación.

De sed…

Pero diferente.

Esta sed era de venganza.

Tomó una determinación.

Recopiló todas sus pertenencias y las enterró en su propiedad.

Él participaría también en ese conflicto.

Tenía un solo objetivo.

No sobrevivir a esa nueva guerra.

Suicidarse.

Pero antes ejecutaría a todas las ratas que pudiera.

Sí, se había vuelto loco.

Pero se lo merecía.

bottom of page