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Jueves, 30 de mayo del 2013

Capítulo 33

Boston, jueves, 12:00 h

El enorme portón metálico se abrió rápidamente a ambos lados de los prominentes muros. El vehículo entró a una gran plaza bastante parecida al patio de un castillo medieval: a un lado, un aparcamiento techado; al otro, edificios de una planta; al frente, otro portón metálico igual al anterior; y en el suelo, el empedrado del patio de caballos. Una especie de fortín desde el que se controlaba el acceso a la residencia de los Sheridan.

El vehículo se detuvo en el lugar exacto indicado por un hombre vestido con traje negro. El empleado invitó a salir al conductor y a Ross, comprobó sus identificaciones en una tableta electrónica, y les pidió permiso para registrarles de forma manual. Mientras tanto, otros dos empleados inspeccionaban el vehículo a fondo.

Ross ya había pasado por esto otra vez y, aunque ahora tenía pocas ganas de soportar el cacheo, lo aceptó sin rechistar. No obstante, se prometió a sí mismo que no volvería a permitir que le tocaran si se viera en la necesidad de visitar esa casa de nuevo.

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La puerta corredera se abrió, y el coche circuló durante tres minutos entre árboles de enorme porte. El taxi se detuvo al lado de la escalinata que precedía a la puerta principal de la mansión: una edificio de estilo victoriano más propio de un decorado de un parque temático que de una vivienda habitual. Otro hombre le aguardaba al final de los peldaños para cachearle, pero Daniel Matheson le interrumpió con un gesto.

–Gracias por venir, señor Eastwood.

–Señor Matheson –saludó Ross.

–Espero que haya disfrutado de un agradable vuelo.

Difícil no disfrutarlo cuando se viaja solito en un avión privado.

–Acompáñeme, por favor.

Ross lo siguió hasta una amplia estancia con las paredes forradas de cuadros y de estanterías repletas de lujosos libros: una habitación digna de una pinacoteca y de una biblioteca de incunables. Quizá hasta hubiera alguno en esa vitrina de gruesos cristales.

–Acomódese donde desee, el señor Sheridan vendrá en un momento.

Tras unos minutos de espera, curioseando los títulos de una estantería y admirando las pinturas, apareció Declan seguido por un hombre de avanzada edad.

–Señor Eastwood –dijo Declan–, le presento a Alexander Volkov.

Volkov, un apellido conocido.

–Buenos días, señor Volkov.

–Buenos días, señor Eastwood –dijo Alexander, tendiéndole la mano.

Ross no se la estrechó.

–Vamos a sentarnos –invitó Declan.

–Yo no puedo, Declan, me voy ya –dijo Alexander, y retiró la mano con un gesto hosco–. Solo quería saludar al señor Eastwood.

Hablaba inglés con fluidez, pero vocalizaba con el acento de los nacidos en el este de Europa.

–Solo quería agradecerle su colaboración en el asunto de San Francisco.

Ross no quiso comentar nada.

–Soy el padre de John Volkov –aclaró Alexander.

–Señor Volkov, yo nunca colaboré con su hijo –aclaró Ross–. No tuve ninguna implicación en ese asunto.

–Sí, sí, eso mismo me contó John, pero los resultados hablan por sí solos.

Alexander se refería a la propuesta de John para desenmascarar a unos asesinos que pretendían boicotear una operación urbanística que los Volkov impulsaban en San Francisco. Al final, los asesinos fueron detenidos y el proyecto continuaba en marcha.

–Espero que sepa perdonar a mi hijo –dijo Alexander–. Tiene un carácter demasiado… impulsivo, como muchos norteamericanos. Se nota que John ha nacido aquí.

John Volkov escupía amenazas en cuanto hablaba; sin embargo, Ross no se amilanó ante ellas y nunca aceptó sus propuestas de colaboración.

–Bueno, los dejo a solas –dijo Alexander–. Adiós, señor Eastwood.

–Adiós, señor Volkov.

–Declan, nos vemos la semana que viene.

–Alex, llámame si hay cambios.

Alexander se marchó de la habitación arrastrando los pies con el paso cansino de las personas muy mayores. No obstante, no había que dejarse engañar por las apariencias: Alexander Volkov era socio de Declan en All American Enterprise Un ancianito realmente muy poderoso.

–Sentémonos –dijo Declan–. ¿Le apetece tomar algo?

–No, gracias.

Se acomodaron en los mismos butacones que utilizaron durante la última visita de Ross.

–John Howard –dijo Ross.

–Ya se lo dije…, siempre hay algo.

–Señor Sheridan, no he venido para que me reprenda.

–No se importune, señor Eastwood.

–Dígame por qué estoy aquí.

–¿No se lo imagina?

–No tengo mucha imaginación.

–Haga un esfuerzo.

–Déjese de adivinanzas, señor Sheridan.

Que se lo contara él.

–Está bien –dijo Declan–. ¿Qué haría usted por conocer el paradero de John Howard?

Claro que se lo imaginaba o, más bien, lo sabía. El paradero de John Howard era lo único que podía obligarle a cambiar de opinión.

–¿Lo conoce?

–Sí.

–Dónde está.

–No tan deprisa, señor Eastwood, yo también quiero información.

–¿Estamos hablando de hacer un trato?

–Sí –dijo Declan, y apretó uno de los botones de una caja sobre la mesita.

Ross tenía que acordar un trato; la recompensa merecía cualquier contraprestación.

–Antes deberíamos aclarar algunos detalles.

–Me parece bien.

Una persona abrió la puerta, y Declan dijo:

–Café. Para dos.

El empleado se retiró sin pronunciar palabra.

–¿Cuáles son esos detalles? –preguntó Declan.

–¿Qué quiere de mí?

–Ya lo sabe.

–Repítamelo otra vez –dijo Ross–. Al grano y sin rodeos.

Declan inspiró profundamente.

–Quiero los nombres de todos los responsables de la muerte de mis padres. No los que encausará la fiscalía, ni los que aparezcan en los periódicos, ni los que sean condenados en el juicio. Quiero saber la historia real que hay detrás y quiero a los verdaderos culpables.

Una petición que entrañaba una terrible responsabilidad.

–No existe ninguna confabulación, señor Sheridan.

–Es posible que sí. Necesito averiguarlo.

–Un cúmulo de circunstancias y mala suerte han provocado la intoxicación.

Al abrirse la puerta, percibieron el intenso aroma a café cargado. El mismo empleado sirvió dos tazas y se retiró de la estancia.

–¿Qué pretende hacer con esas personas? –preguntó Ross.

–Eso no es de su incumbencia.

–Sí es de mi incumbencia –repuso Ross–. Lo es desde el mismo momento en que le entregue esos nombres. ¿Qué les pasará?

Declan se puso otra cucharada de azúcar y lo removió pausadamente.

–Lo mismo que a John Howard –sentenció Declan–. No veo ninguna diferencia entre ambas situaciones.

Ross giraba la cucharilla en el interior de la taza mientras meditaba sobre cómo continuar la conversación. De nada valía explicar a ese hombre que John Howard era un asesino profesional y que los responsables de la contaminación de los tomates eran simples trabajadores del campo.

–Voy a exponerle tres escenarios posibles y mis condiciones en cada uno de ellos.

–Adelante –dijo Declan.

–En el primero, la intoxicación alimentaria es la única causante de los fallecimientos. En esta hipótesis, yo no voy a entregarle a nadie. La identidad de los acusados será de dominio público y serán sometidos a juicio. Si quiere responsabilizar a otras personas, hágalo, pero no cuente conmigo.

–No me gusta.

Ross continuó sin replicar.

–En el segundo, una confabulación con el objetivo de asesinar es la que ha provocado el envenenamiento. En esta hipótesis, yo le daré los nombres de los responsables.

–Correcto.

–El tercer escenario no se corresponde con ninguno de los dos. En este, yo me reservo la decisión de contárselo. Valoraré su relación con la intoxicación y le informaré si lo considero oportuno.

–No me gusta.

Ross dejó la taza intacta sobre la mesita y observó el rostro pensativo de Declan.

–Me está poniendo muy complicado aceptar el trato.

–Señor Sheridan, no quiero ser cómplice de sus decisiones.

Declan torció la boca en una especie de media sonrisa.

–Ya lo es, señor Eastwood.

Cierto, ya lo eran. Un pacto entre ellos varios meses atrás había incluido derramamiento de sangre.

–Si llegamos a un acuerdo –dijo Ross–, me comprometo a investigar a fondo. Pero no espere que averigüe algo distinto a lo que lea en cualquier periódico de la ciudad.

Declan acarició con sus dedos las manchas rojizas del lado derecho de la cara.

–Es usted un excelente negociador, señor Eastwood.

–Usted también –dijo Ross, que pretendía alcanzar un acercamiento que indujera a Declan a sellar el pacto.

Declan dio pequeños sorbos hasta terminarse el café.

–Ahora –dijo, y depositó la taza sobre la mesita–, yo le cuento mis condiciones.

–Adelante.

–Usted no trabaja para mí, ha venido aquí a presentarme sus condolencias. Esta conversación nunca ha existido y nadie puede conocer nuestro trato. Nadie. Ni la señorita Hudson.

–Me parece bien.

–Y otra más: le revelaré el paradero de John Howard cuando usted descubra lo sucedido.

Ross apretó la mandíbula. Deseaba fervientemente saber dónde estaba John Howard; ahora mismo y sin dilaciones. Sin embargo, tenía que admitir lo equitativo del acuerdo.

–¿Tenemos un trato, señor Eastwood?

–Lo tenemos, señor Sheridan.

Lo sancionaron con un apretón de manos. Para ellos, valía más que una firma en un pedazo de papel.

–Bien, hable con Daniel y pídale todo lo que necesite –dijo Declan–. Cualquier cosa.

–Lo único que necesito es que nadie se entrometa durante mi investigación. Ni seguimientos, ni escuchas ni reuniones previas.

–Es usted muy precavido, señor Eastwood. No habrá nada de eso, se lo aseguro. Pero si necesita algo, contacte con Daniel.

–Solo si lo necesito.

Declan pulsó unas teclas en su móvil.

–Mi avión lo llevará de vuelta a Washington D. C.

Daniel abrió la puerta.

–Adiós, señor Eastwood –se despidió Declan.

–Adiós.

Ross siguió a Daniel hasta la puerta principal. Un coche ya lo aguardaba.

–Señor Eastwood, ¿han llegado a un acuerdo satisfactorio?

Ross se detuvo en medio de la escalinata, y Daniel también. Una extraña pregunta proveniente de un hombre que siempre había mostrado una conducta muy comedida y casi impersonal.

–Eso debe preguntárselo al señor Sheridan.

–Ahora me lo contará –dijo Daniel–, pero se lo estoy preguntando a usted.

Ross percibió un cambio inquietante en el tono habitual de Daniel. Ya no parecía un anodino asistente personal, sino una persona que custodiaba una fiera en su interior.

–No voy a desvelar nada de lo que hemos hablado –advirtió Ross.

Bajaron los peldaños, y Daniel se adelantó a Ross agarrando con firmeza la puerta del coche sin abrirla.

–Hay sangre irlandesa en las venas de los Matheson –dijo Daniel–. Pero hay más sangre siciliana. Mucha más.

–No veo lo que pretende decirme.

Daniel le enseñó dos líneas de dientes iguales y perfectamente alineados.

–Que me importa una mierda tu acuerdo con Declan si afecta de alguna forma a mi hermano. A Roberto… –cabeceó y movió lateralmente su índice derecho a la altura de la cara– no puedes tocarlo. Nadie puede tocarlo

Dicho esto, Daniel se dio la vuelta y se dirigió a la casa.

Ross entró en el vehículo.

Los Matheson, los Sheridan, los Volkov, el resto de los socios de All American Enterprise…

Si por Ross Fuera, los reuniría a todos juntos en una cena benéfica.

A ellos solos.

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